Están los estigmas espirituales, esos que les salían a los santos cuando participaban de la pasión de Cristo. Y están los otros estigmas.
¿Cuáles? Los que se asocian, por ejemplo, a algunas enfermedades. Son una marca que la sociedad impone a algunas las personas con un problema de salud determinado para señalarlas y avergonzarlas. Así se consigue que sean fácilmente identificables y, por tanto, las personas de bien pueden detectarlas, sentirse diferentes de ellas y mantener una distancia de seguridad.
En la antigüedad fue la lepra. Hoy en día muchas enfermedades mentales también reciben esa marca de “persona de mala fama”. Pero hay otro estigma invisible y maquillado. Se disimula fácilmente pero pesa como una manta mojada: el estigma asociado al VIH. Es una marca que señala a las personas que tienen este virus por su mala conducta y su peligrosidad para la sociedad.
Imagínate que un día tienes miedo a que nadie quiera tocarte. A que nadie quiera acostarse contigo. A que nadie te confíe a su hijo pequeño para que lo cuides. A que se murmure sobre tu estilo de vida y se te culpe de lo que te ha pasado. Imagínate que, de la noche a la mañana, pasas a ser alguien a quien hay que echar de comer aparte. Imagínate que tienes miedo a que en tu trabajo piensen que eres una persona peligrosa, depravada o irresponsable. Imagínate que no conoces a nadie que tenga estos miedos y que te da vergüenza compartirlos con alguien. Imagínate que todo esto pasa porque lo que sabías sobre una enfermedad no tenía nada que ver con realidad… y tú sin enterarte.
El estigma es eso: señalar, juzgar, culpar, avergonzar y alejar. No es una letra escarlata pero está ahí, aunque a ti no te toque o aunque no quieras admitirlo.
Aunque la pandemia de Covid-19 nos ha quitado muchas cosas, con esto del estigma nos ha dado algo bueno: una lección de humildad. Gracias a esta emergencia sanitaria hemos revisado lo que sabíamos sobre qué es ser responsable y vulnerable, pero también lo que sabíamos sobre qué es ser un riesgo para los demás. Hemos tenido que revisarlo porque creíamos que la pandemia de VIH, contra la que llevamos 40 años combatiendo, nos había enseñado ya todo lo que sabíamos al respecto. Y muchas personas han descubierto que lo que sabían había dejado de servirles.
El coronavirus nos ha recordado que nos parecemos más de lo que queremos creer y que, como se lo proponga, para la madre naturaleza, no hay individuos justos y pecadores, prudentes e imprudentes, ricos y pobres, viejos y jóvenes, listos y tontos. Al coronavirus todo individuo le vale y nadie tiene un carnet de buena conducta cien por cien infalible para librarse de él. Igual que nadie tiene un carnet cien por cien infalible contra el VIH aunque nos dé mucha seguridad pensar sí contamos con él.
Todo apunta a que en unos meses habrá una vacuna que nos permitirá ganarle terreno a la Covid-19 y recuperar un poco de normalidad. Para el VIH no la hay ni la habrá a corto plazo, pero hay algo que sí tenemos: una vacuna contra su estigma. No es necesario movilizar miles de millones de euros ni que cientos de científicos se estrujen el cerebro para dar fabricarla. La vacuna contra el estigma del VIH ya existe y eres tú.
Hoy mismo, ahora mismo, tú tienes el poder de cambiar lo que piensas sobre las personas que tienen esta infección y lo que te da miedo respecto a ellas. Tienes el poder de informarte para dejar de juzgar. Tienes el poder de acoger y de ser humilde, abriéndote a relaciones más abiertas y respetuosas que fomenten una sociedad más abierta y respetuosa.
Cada 1 de diciembre se celebra el Día Mundial de la Lucha contra el Sida y este año queremos centrar nuestra campaña en esto. En recordarte que la infección aún no se cura pero que el estigma con el que marcamos a las personas que lo tienen sí tiene una vacuna potente e infalible. La vacuna eres tú.
Rafael San Román, psicólogo