“Puedes elegir entre A, B, o C”, me dijo
el doctor en una fría consulta de enero
en Nueva York, minutos después de
haberme confirmado el positivo. Dibujó
tres columnas con rotulador negro y
grueso sobre el papel desechable casi
transparente que cubría apenas la
camilla. A, B y C eran tres nombres en
arameo que yo jamás había escuchado,
pero que de ahora en adelante me
aprendería como un niño que aprende
por primera vez a escribir su nombre
porque las letras son un dibujo que
imita, pero que desconoce aún el
código lingüístico que lo sostiene.
A, B y C eran tres opciones de
tratamiento, y ante mi total ignorancia
e incapacidad de elegir, mi médico de
aquel entonces -que es famoso, muy
solicitado en Nueva York, y publica videos
batasexy en Youtube- me preguntó: “¿tienes
antecedentes de enfermedad cardíaca
en tu familia?” “Mi tía murió hace poco
de un repentino ataque al corazón. Era
joven”, contesté. Se le iluminó la cara:
elige éste.Y ése elegí. Aunque la veía poco,
en mi casa siempre hemos adorado a
mi tía –luchadora, abierta, sonriente, con
cinco hijos. De alguna forma ella eligió
mi tratamiento, o el médico famoso de
Youtube eligió mi tratamiento por
ella, el médico más solicitado de Nueva
York me dijo de qué color era mi hambre:
Azul Stribild.
Yo tenía dos semanas
antes de irme a Cuba durante un
semestre completo, dos semanas para
pertrecharme del tratamiento que iba a
necesitar durante meses. Dos semanas para
aprender: – Cómo funciona el sistema
sanitario estadounidense — Cómo coordinar
a mi médico, con mi seguro médico, con
la farmacia, con mi seguro de farmacia,
con la universidad que paga mi seguro
médico y mi seguro de farmacia – (todo
esto por teléfono y en inglés). Todo para
enterarme al fin de que: * Mi seguro no
me daría más que pastillas para un mes *
* En Cuba no se consiguen ** El embargo a
Cuba impide que alguien me las pueda
enviar por correo ** Si las quiero comprar
por mi cuenta -esto me sugirió el seguro-
valen 3,000 dólares el bote mensual *
Yo me iba cuatro meses. ¿Eligí yo
mi tratamiento? ¿Elegí yo comenzar a
medicarme en ese momento? ¿Era el mejor
momento para empezar? Dos semanas
para asumir mi estatus seropositivo,
conseguir entender qué es un “deductible”,
y por qué tengo que pagar cien dólares más,
por qué cojones el seguro que tiene que velar
por mi salud me manda a una isla aislada
con medicamentos insuficientes, ¿he
mencionado que en esas dos semanas
también tenía que defender ante todo el
claustro de profesores mi propuesta
de tesis doctoral?, dos semanas para defender
mi propuesta de tesis doctoral tragándome
las lágrimas, o más bien la rabia de
no saber a qué coño viene ese seropositivo
repentino, castigo de un Dios solitario
y frígido antes de enviarme a una isla
aislada de cuerpos tostados al sol.
¿Elegí yo mi tratamiento?
¿Elegí yo
comenzar a medicarme en ese momento de
defensa de tesis y viaje a Cuba? Mi
médico famoso de Youtube nunca me
dijo que con mi carga viral tan baja y mis
defensas tan altas como las de cualquier
persona sana yo me podría haber ido
perfectamente a La Habana sin medicarme,
incluso postergar durante años el inicio de
tratamiento, haberme tomado un tiempo para
informarme y entender qué me pasa, decidir por mí
mismo, ahorrarme la profunda angustia
que pasé mientras defendía mi propuesta
de tesis doctoral porque sabía que
los días pasaban, ya mismo tendría
que salir para Cuba y aún no había
conseguido los medicamentos, mientras mi
seguro de salud se negaba a cubrirme
más allá de un mes de medicación, invitándome
a pagármela yo mismo, que en la
desesperación recurrí a los amigos más
cercanos para que me dieran un préstamo
de 3,000 dólares que me permitiera al
menos tener dos meses de pastillas
que yo creía que eran poco menos
que de vida o muerte, pues en dos
semanas, con defensa de tesis de
por medio, uno no puede pensar,
tiene un halo de lágrimas sobre los ojos
que no dejan leer, ni entender, ni
razonar, ni defender tesis, ni comer,
ni follar, ni lamentarse. Al final conseguí
pertrecharme de dos meses de medicación, no
tenía la más remota idea de cómo iba
a conseguir las pastillas que yo pensaba de
vida o muerte para los dos meses restantes
en la isla aislada, tomé mi primer
comprimido en el aeropuerto de Miami. Tenía
dosis hasta marzo, debía permanecer en Cuba
hasta mayo, me faltaban dos meses de pastillas y
sin plan para conseguirlas. Una vez en La Habana
ya vería.
Los protocolos internacionales de ahora
-no así los de antes- aconsejan
iniciar el tratamiento antirretroviral
lo antes posible, y mi médico de Youtube
me aplicó a pelo los protocolos internacionales
porque es un técnico del que yo sólo soy
un “usuario” a sujetar
sin circunstancias particulares, ni turno de
preguntas, ni capacidad de reacción, un
sujeto de miedo que dice sí desde la
culpa. En ese momento -me dijo- mi
objetivo de vida se llamaba adherencia al
hambre-azul-Stribild,
donde adherencia son tres posibilidades
de tratamiento que mi médico eligió por mí
basado en el repentino fallecimiento
de mí tía, pero del que yo nunca pude
determinar ni cómo ni cuándo,
ni deme un tiempo para entender
qué me pasa y por qué me pasa y que esta
decisión de adherencia de por vida sea
mía, porque así no puedo pensar, porque planteado
de esa manera la adherencia suena a
anulación del juicio, a adicción, a dependencia,
a esclavitud, a proxenetismo, a subyugación,
a sujeción plebeya al hambre azul
que uno malescoge desde el miedo, la desinformación
y la vergüenza ¿Elegí yo mi tratamiento?
No, yo nunca lo elegí,
porque las tres columnas con nombres
en arameo, A, B y C, ocultaban la
posibilidad de no optar por ninguna, por
posponer, por elegir con todas las cartas
sobre la mesa, es como si te dicen qué
continente prefieres pero te ocultan que
existe la Antártida, pues igual yo prefiero
el hielo, pero nadie me dijo que el hielo
existía, así que la elección es una farsa
porque elegí entre lo que creía que
estaba disponible, y lo elegí de por vida,
porque me ocultaron la otra opción
en medio de una situación
de desesperación y estrés, usando el
miedo como modus operandi para
no cuestionar, para engullir, para
convencerse de que acabar con la
epidemia es acabar con el juicio,
haciendo de nuestros cuerpos máquinas
que tragan lacasitos y alcanzan la felicidad
indetectable a base de chocolatinas, porque los
protocolos internacionales de ahora estipulan
que nuestras historias de VIH deben
de comenzar con una argolla, con la
yerra de la vaca, con la circuncisión
del discernimiento, entienden por
fin de la epidemia una ecuación simétrica y
trinitaria 90-90-90 que prescinde de la voz,
la discordia y la audacia de los vulnerados
-que no vulnerables- a los que dice salvar.
Este poema es un ejercicio de obsceno
privilegio, las seropositivas de otras
latitudes verán con desdén que me
queje de haber vendido mi carga viral
a los antirretrovirales -¿dé que se queja
si tiene acceso a tratamientos?- de haber
firmado un contrato de adherencia de por vida que
(dicen) me mantendrá sano y feliz por
los siglos de los siglos amén que hasta de
cadáver voy a estar guapo y limpio -¿de qué se
queja si es un adherente modélico? tienen
razón (supongo) que mi pataleta parte
desde el acceso a las pastillitas salvavidas
más punteras y hacia una audiencia global
que a menudo tiene que importar sus Stribilds
y sus Genvoyas cuando no complejos cócteles
de varios comprimidos que les envía un amigo
de Houston, una activista de Ginebra. Yo
vendí mi juicio a cambio de acceso, les diría,
las pastillas nos producen afonía, tenemos
los hocicos henchidos a comprimidos
y no podemos articular palabra, emitir
aullidos, porque la epidemia de VIH es
un cuarto oscuro donde en cada habitación
se maneja un tiempo histórico, que no se ve
pero que se siente, se huele, se palpa, se
respira, y mientras a unos nos joden por detrás
a otras nos dan de tortas, mientras unas luchan
contra el desabastecimiento y la sed, otras vomitan
las pastillas que les han metido con fórcex,
mientras a unas las someten en el columpio, otros
tienen que dar cursos acelerados a sus
desfasados médicos y autorrecetarse, mientras
unas meten sus rabos por el gloryhole, otras
se chupan largas colas de vergüenza para hablar
con un médico que desearía castrarlas;
unos no tienen, a otros nos sobra, a unas
les retrasan el tratamiento para ahorrar, a otras
nos lo imponen para que despilfarremos; al fin y al
cabo a todas nos gusta que nos rellenen la boca.
Acabar -de verdad, las pacientes por delante- con
la epidemia de VIH es querer combatir de golpe la lepra,
la histeria y el cáncer —en algunos lugares reina la
intransigencia religiosa, en otros la indolencia
científica, en otros el vandalismo farmacológico:
en casi todos, todos ellos juntos.
En Zimbabwe prueban en personas los
medicamentos que luego tomarán los activistas
radicales de Nueva York y San Francisco, años
antes de que lleguen a Montevideo o
Belgrado y que sólo retornarán a Zimbabwe
como excedentes caritativos y obsoletos.
Mi seguro de salud recela de mis viajes,
me los raciona, porque un seropositivo
en movimiento es sospechoso de vida y
un potencial traficante de fármacos que
monta tianguis de antirretrovirales por
las ferias de los pueblos; me dosifica
el tratamiento que el médico de Youtube
eligió para mí basándose en la muerte
repentina de mi tía; Gilead besuquea con
primor a mi médico famoso para que éste
me haga cosquillitas en el estómago y
despierte mi hambre-azul-Stribild (ahora
hambre-verde-Genvoya), contra los deseos de
mi seguro de salud, para el que el hambre
farmacológica sólo entiende de dietas
presupuestarias y cláusulas que mi
universidad firmó al contratarlo para
mantenerme a raya, para que no trafique
con adicciones y adherencias propias
y ajenas; soy como un niño sin juicio en medio
de un divorcio hostil entre papá-farmacia
(que alienta mi hambre) y mamá-seguro
(que impone ayuno), quiero patalear y pedir
al estado y ante un juez que ni con uno ni con
otro, que me tutele, que me interne en
un centro de diagnosticados, un sidatario
como el que hubo a las afueras de
La Habana con nombre de resort
paradísiaco Los Cocos. Por suerte en
Estados Unidos son infinitamente más
avanzados y libres que en Cuba, y por eso no
tienen dictaduras bananeras ni sharias
petrolíferas que me internen en sidatarios
o me lapiden, así que instead me tutelarían con gusto en
una hacinada cárcel de titularidad privada, previa intervención de
mi amante Abel el de Ohio.
Abel le puso su madre anhelando tener un hijo
puro candor para que al final le saliera un
pasivo-tragón-hijo-del-gran-Bukkake y siempre
arrepentido a posteriori, que tras tragar como
un cerdo se retracta como un marica, que
tras revolcarse conmigo en la piscina de una
fiesta de machos antirretrovirales entró en pánico
a la mañana siguiente cual perraco compungido,
dijo haberse enterado en otros lares de lo mío y
vino a reclamarme que yo nunca le había dicho
que nos acostábamos con mi virus
(en Nueva York estoy obligado), o como
se dice en argot fanático: nunca le “revelé” que
vivía con diagnóstico. Ahí me echó una mano la
providencia y mis reflejos, que de casualidad
yo se lo dije por mensaje de texto y
no en persona, que si se le llego a decir
en persona y él no se acuerda o dice
que no se acuerda ante un juez sería
su palabra contra la mía, y ante un
juez la palabra de un seropositivo-depredador frente
a la de un seronegativo-pobre-gacela vale lo mismo
que la de un negro ante un blanco en pleno Apartheid
o Jim Crow, la de una mujer ante su marido
pre-sufragio, la de un mexica ante un criollo
en el virreinato de Nueva España. Nick
Rhoades (34) penetró con condón a Adam
Plendl (22), era indetectable y no se
produjo infección alguna, pero Plendl
denunció a Nick en un juzgado de Iowa
por no “revelarle” a priori su seroestatus,
y a Nick su abogado le aconsejó que se
declarara culpable —pasó seis semanas en
régimen de aislamiento en una celda
sin ventana y con una cámara que
grababa sus movimientos de forma
ininterrumpida las veinticuatro horas
del día: “De los nueve meses que pasé
encerrado, sólo vi el sol en una ocasión,
de camino a mi cita con el médico de
la cárcel. Me dieron el paseo en mi
traje naranja de presidiario, con
esposas y grilletes. Una señora y su hija
esperaban en la sala de espera
y se retiraron asustadas al verme pasar.
Me sentí menos que un ser humano”. Nick
fue sentenciado a 25 años de prisión por no
revelar su diagnóstico, que al final le rebajaron por
una campaña de presión de seropositivos contra
la criminalización, a cambio de quedar registrado
de por vida como agresor
sexual, perder su trabajo, y sin poder
acercarse a niños. Repite su nombre conmigo:
Nick Rhoades,
Nick Rhoades, Nick Rhoades, Nick
Rhoades, Nick Rhoades, Nick Rhoades,
Nick Rhoades, Nick Rhoades. Abel el de
Ohio pudo haber sido mi Adam Plendl,
y yo su Nick Rhoades, o su Kerry
Thomas (en prisión hasta 2038, folló con
condón), su Donald Baxter (acusado por
morder el dedo de un hombre que le
apuntaba tocándole la cara durante una
acalorada discusión de tráfico), su Tiffany
Moore –repite sus nombres en alto–
(acusada de “prostitución agravada”
por ser prostituta seropositiva)
o su Ken Pinkela y su inmenso pecho de
teniente coronel de los Estados Unidos, que
pasó casi un año en prisión militar por no
revelar su diagnóstico a un amante de una
noche con el que folló con condón y sin
que se produjera infección alguna, la pataleta
ignorante y cruel del amante lo mandó
a una celda de una cárcel militar 272
días, le arrebató su uniforme, sus condecoraciones,
lo expulsaron del Ejército, lo dejaron sin
seguro médico y sin pensión tras casi tres
décadas de servicio. Todo seropositivo tiene su Adam
Plendle acechando a la vuelta de la
esquina, su amante-verdugo, su novio
impío, que se cree con derecho a saber
para eludir su deber de asumir, de
obligarse a sus propias decisiones, de
no lavar su culpa lanzando todo el aparato
represor del Estado contra el otro que
jamás le hizo nada.
Abel el de Ohio
pudo haber sido mi Adam Plendel si en
vez de por mensaje de texto se lo
digo en persona, y él en su espanto
marica del día después decide acogerse
al dogma general de que ser seropositivo
es ser por defecto un perverso homicida
en un país en el que podemos ir a la cárcel
por morder un dedo agresor, por sudar en
un gimnasio, por escupir en la calle. De Nick
Rhoades, Kerry Thomas, Donald Baxter,
Tiffany Moore y el enorme pecho de Ken
Pinkela sólo me diferencia un mensaje
de texto, la suerte precaria del seropositivo
que tildan de monstruoso los monstruos
inquisidores con bata o toga, los mancebos de culo
ancho y discernimiento estrecho –si hago
pública mi seropositividad es también para
defenderme: aquí les revelo mi seroestatus,
inquisidores.
Nuestra felicidad es indetectable
porque la disciplina que mide
la felicidad de las seropositivas es
la biología molecular y sus técnicas
de reacción en cadena de la polimerasa
(PCR), pantallazos a nuestro ADN
para detectar con un buen zoom
la carga de VIH que infecta nuestro
genoma y amenaza nuestra ventura;
muchas seropositivas rechazan esta
nomenclatura –seropositivas– porque afirman
que el virus no las define aunque lo tengan
bien aferrado al ADN. Me parece
bien, construyamos identidades no
genéticas, pero es que seropositiva es una
palabra dulce que refiere a un eco,
a un diagnóstico que ha notado la
presencia de anticuerpos –no siempre
del patógeno–, un apelativo democrático
que nos refiere a todes: quien más o quien
menos es seropositivo de algo: el VIH,
el herpes, el papiloma. ¿Que tú no, santa? Ay, criatura,
qué tristeza; dos polvazos con dos personas
y el papiloma nos persigue para siempre,
así que ya puedes darte prisa en pillarlo.
Seropositivas somos todas, pero las de VIH somos
las reinas de la seropositividad, o las monstruas,
nuestro virus es el ingente Hombre de
Malvavisco. El PCR es una técnica propia de
cazafantasmas a la búsqueda del
espectro interno que no se ve pero que se
oye y perturba, que produce un ruido
atronador en la sangre, que hay que reducir
a un frágil eco y garantizarnos así una
felicidad indetectable.
Paleontólogos, forenses e infectólogos
se valen del PCR como técnica estrella;
glaciares, cadáveres y seropositivos
somos sus objetos predilectos de estudio,
cuerpos huéspedes de una vida
que fue y hoy es sólo fósil, o de
una vida que quizás es, pero de la
que sólo queda un eco. Nos
venden una felicidad indetectable
porque la adherencia a un
medicamento debe garantizar que
el Hombre de Malvavisco hiberne, y
los seropositivos seamos
un ámbar que hospedamos para siempre
un fósil. Pero si eres indetectable,
estás bien, ¿no? ¿De qué te quejas?
La indetectabilidad es una felicidad
condicionada a varios silencios:
en la tribu de los indetectables empoderados
y visibles está prohibido hablar de efectos
secundarios chungos que arruinen
nuestra fantasía de felicidad, está
terminantemente vetado confundir
VIH con sida porque el sida es algo
que pasaba en los 80 y 90 y las
“personas que vivimos con VIH” (triste
paráfrasis) hoy tenemos un cutis estupendo
sin sarcomas que nos corroan ni lipodistrofias que
nos desfiguren, está radicalmente proscrito
hablar con disidentes del sida si no es para
censurarlos o convencerlos porque son una
panda de locos abocados a la muerte
y no personas como nosotros a las que
nos iguala la experiencia de un diagnóstico
y la fe en algo que no hemos visto,
que nos han contado, que hemos creído;
está tajantemente eliminada la posibilidad
de crítica farmacológica, de cuestionamiento
de la revolución antirretroviral, de la emancipación
neoliberal de los fármacos que nos venden
tranquilidad y olvido.
Acerquemos nuestros
oídos al Phármakon, vocablo griego en que
resuena la historia de la salud humana: un
fármaco, etimológicamente, es cura y veneno,
antídoto y droga;
pero esta época postcientífica de certezas
y tosquedades no incorpora con gusto
las realidades con múltiples caras, queremos
aferrarnos ciegamente a verdades sencillas,
sea Dios, sea un diagnóstico, sea Genvoya,
sean todos los anteriores.
No hay cura sin veneno,
seropositivos del mundo, no hay. No
sabemos cuándo el veneno mostrará
su cara, no lo sabemos. No hay posibilidad
de estudios de efectos secundarios a largo
plazo, no la hay. Asumamos esto no
para debilitarnos, sino para liberarnos
de absurdas ficciones de curas inocuas,
rescatémonos de este mundo de Walt Disney
y cartón piedra que nos han creado.
Somos adictos a nuestros medicamentos,
nos angustiamos poderosamente al
saltarmos una toma, pero no nos hemos
parado un minuto a leer el prospecto,
porque nos hemos fiado de lo que dice
nuestro médico como el devoto que se fía
de lo que le dice el cura pues Dios habla
por su boca (¡la ciencia habla por la boca
del médico!) pero cuando la Truvada nos
coma los huesos recuerden que nuestro
contrato no era con las palabras de vaselina
del médico (aunque publique videos cool en
Youtube) sino con las preguntas que decidimos
no hacer, con las respuestas que él decidió no dar,
y con el prospecto que decidimos no leer,
donde se nos avisaba de que tal efecto secundario
ocurre poco, pero cuando es ti a quien te ocurre,
te ocurre al 100%.
Olvida tu historia, me dicen mis
amigos que es la mejor terapia para
gozar mi felicidad indetectable, es
parte de mi contrato de bienestar
que consiste en salir sonriendo por
la tele a cambio de no incomodar en
demasía ni a seropositivos ni a sero
negativos, de olvidar la historia de
cómo este virus llegó a mi cuerpo.
Es curioso que yo sea el único que
tiene que olvidar ese hecho específico,
esa apertura de puertas, esa instalación
de vida vírica e historia mortífera
a partir de la cual todos van a juzgarme;
que yo olvide para que ellos recuerden
y así se queden tranquilos de que
no les ocurrirá, porque el monstruo
siempre es otra, porque el irresponsable
no vive aquí, porque el vicioso que
merece castigo no calza estos zapatos.
Olvida tú que ya recuerdo yo,
para así obligarte a un tratamiento
sin consultarte con toda la verdad
sobre la mesa, para condenarte
criminal por defecto, y porque necesitan
héroes, kamikazes, suicidas que
den la cara para compartir un post
radical en Facebook y presumir de que
entre la diversidad de tus amigos
también cuentas con monstruos bellos.
Yo jamás follé a pelo. Nunca jamás
antes de mi diagnóstico la metí
o me la metieron sin condón. Algunos
piensan que digo esto para
presentarme como niño bueno que
padeció un accidente inexplicable
e injusto, pero que en el fondo
le hago el juego al estigma sacando
la pancarta del “yo soy así, pero
no soy de ésos.” Ni de coña –he follado a
pelo tras el diagnóstico y ha sido sexo
muy consciente, he explorado otras formas de
medir el riesgo, he re-considerado el riesgo
y lo he intentado definir a mi manera,
no me encontrarán haciendo activismo
de sexo seguro (no existe) y promoción del
condón, no porque crea que el condón
no vale (vale, pero no para todos), sino
porque de ese activismo machacante
e imperativo ya tienen suficiente.
Cuando recibes un diagnóstico de
VIH todo se desmorona, pero cuando
lo recibes a pesar de ser un serófobo
que jamás folló a pelo y siempre
despreció a quien no usaba protección
no sólo te quedas en evidencia ante
tus mismos prejuicios: te vuelves
loco, no entiendas nada, piensas que todos los
demás quizás tengan razón, que quizás lo
hiciste y no lo sabes o no lo recuerdes o te
engañaron –sólo se infecta
quien tiene relaciones “de riesgo”: ¿follé
a pelo y no me acuerdo? No, yo sé que no—, y
todo e sistema de obediencia borreguil que te
hizo ser un niño bien se desmorona
y te quedas sólo con tu cuerpo y tus
deseos (–¡todas las relaciones son de riesgo!–
por eso nos gustan). A estas alturas me importa
lo mismo (nada) aparecer ante el mundo como un
barebacker cerdo o como un aséptico
angelito –lo que el diagnóstico me ha
supuesto es mucho más relevante que eso, es
no saber qué creer, a quién creer, cómo creer.
Ha sido ver el crucifijo asomando por
entre las costuras de las batas médicas, ver
a la ciencia construir verdades
paternalistas y falaces, ver a los gobiernos
vender seguridad y riesgo simultáneamente,
ver a los activistas del sida convertidos
en policías de la moral, ver a disidentes del
sida tratar de estúpidos a los indetectables, vernos
a todas grotescamente aferradas a las
verdades que nos han construido y que
hemos personalizado a medida (pero poco), porque
las probabilidad de infectarse con condón es remota,
pero cuando te ocurre a ti,
te ocurre al 100%.
Si yo tengo que sujetarme a un
tratamiento antirretroviral de por vida, si
tengo que padecer efectos secundarios que
aún no imagino, si tengo que pagar facturas
médicas y farmacéuticas de varios cientos
de dólares al año, si no voy a poder entrar
en algunos países, si no voy a poder solicitar
ciertos trabajos, si voy a soportar el estigma
y el asco del mundo que me rodea por los siglos
de los siglos, si no voy a poder contratar un
seguro de vida para comprarme una casa (y por
tanto no comprármela), tengo derecho a exigir
una respuesta a la pregunta de por qué me pasó
y nadie tiene el derecho a pedirme
que me calle y olvide
para que ellos puedan seguir habitando
su Never Land de la invulnerabilidad.
Que calle y olvide,
que no relativice con los medios de protección
-no lo hago-, que no infunda miedos
gratuitos -eso ya lo hacen otros-, que no
me salga del guión simple de la seguridad
y el control -no es tan simple ese guión-. Yo
tengo derecho a mi historia, y no sólo por
el acto onanista de hablar de mí, sino
porque es la historia de muchos otros
que no saben cómo se infectaron, –repite
conmigo– muchos no saben cómo se
infectaron muchos no saben cómo se infectaron
muchos no saben cómo se infectaron muchos
no saben cómo se infectaron. Y esto
sería completamente irrelevante si no
sacara los colores a la fábula de inmunidad,
violencia, riesgo, miedo, seguridad, privilegio,
contingencia, precariedad, alarma, infalibilidad,
desasosiego, certeza que el espurio sistema
neoliberal que habitamos ha creado sin desechar
lo que sí funcionaba del fanatismo religioso
y las taxonomías científicas. Vendan miedo
si quieren; a la muerte no le temes cuando
tu sistema de certezas estalla, cuando
entiendes que no hay mayor libertad
que la de elegir cómo dejar de vivir; la
muerte es tabú, pero yo no le tengo miedo porque
he sido más bueno que un San Luis y sé
que la muerte es la repetición eterna de una cena
en Nueva York con Rubén, un día en la cordillera de
los Andes con César, un negroni con banana bread
en casa de Matt y Evan, un poema de Lorca en
la cama con Jorge, un domingo de paseo por Oviedo
con mi madre, una copa creativa con Sonia, un
cubata con Mari Pau, Fran en Coyoacán celebrando que
es maestro, Leticia entre mis brazos en una
estación, una tapa de chocos con mi padre,
una corrección de tesis con Luz, una noche
en la ópera con Marcelo. A mí no me
da miedo el virus, ni la muerte: me angustia
no saber quién miente y cuánto me cuestan
sus mentiras. A mí no me
da vergüenza contar que soy seropositivo
y sin embargo sí me da vergüenza contar
que no conozco la historia de mi virus,
que no sé cómo llegó a mi cuerpo, que
no tengo una historia cachonda para saciar
el morbo de nadie; la ignorancia de la historia
de mi virus rompe la ilusión profiláctica, “es
un accidente de coche en el que falló
el cinturón de seguridad” te puede a llegar
a decir un médico, pero en esos casos
uno reclama a Volkswagen, ¿a quién reclamo
yo si el virus apareció un día en un test
sin sexo a pelo ni condón roto? Mi vergüenza
es una estrategia de márketing, la misma
que mantiene a millones de seropositivos
encerrados con doble candado en sus
armarios: si hablamos y “revelamos” la diversidad
de nuestras historias la ilusión de
monstruosidad se viene abajo. Al virus:
gracias por mostrarme desnudas las precarias ficciones
de seguridad construidas para una humanidad que vive
cagada de miedo.
“En mi virus mando yo” me tatuaré
en el pecho, lema prestado a José
Luis Sampedro, que se lo tomó prestado
a Salvador de Madariaga, que lo escuchó a un
jornalero andaluz al que iban a matar
los fascistas: “en mi hambre mando yo”.
El jornalero bien podría haber sido
mi bisabuelo, asesinado en los
campos de Córdoba (“si cuando hayamos
vuelto sigues aquí, te mataremos” –mi
bisabuelo no había hecho nada y no vio
necesidad de huir o esconderse. Volvieron y
lo mataron), al reivindicar que soy yo quien
decide sobre mi virus reivindico a las
jornaleras de Andalucía que reivindicaban
que eran ellas quienes decidían qué
hacer con su hambre. Me compré este
pastillero de las fotos para calmar la angustia
de saltarme una toma, qué feo era el jodido
pastillero, y más feo todavía se puso
cuando las letras comenzaron a
gastarse y los bordes a ensuciarse,
así que decidí darle un poco de color
con mis manos torpes, guarrearlo, contar sobre él y
con recortes la incierta historia de mi virus, que
nunca se ha manifestado, no vivo con él,
pero sí que soy seropositivo hasta la médula, no
lo siento dentro de mí pero bien que sí siento la ley,
los testamentos, los códigos, los vademécum,
los tratados, los cartapacios, los protocolos
de VIH
tronar en mis venas
una orgía de discursos histéricos ante
los cuales no me queda sino anunciarles
con cada gesto, con cada palabra, con cada
decisión mía, que en mi virus mando
yo
(aunque sea mentira).
Me interesa qué piensas sobre este tema. Puedes escribirme abajo en los comentarios, en Facebook, en Twitter (@MiguelCaballer_) o en amorsexoserologia@gmail.com
Éste es un post de ASS- escrito por Miguel Caballero para Imagina Más
Me gustaria platicar con alguien al respecto soy vih positivo, 4 años diagnosticado
Deseo contactar
Ha sido como abrazar a una estatua clásica: bello, frío, duro, con enorme fuerza y sobre todo real… enorme! Seguiré con el resto de posts!! Congrats y gracias!!
Genial, me ha conmovido este texto, hasta los huesos, los huesos míos, estén como estén por ser huesos de un seropositivo indetectable, hasta lo profundo de mi alma , también seropositiva.
Gracias por decir lo que no he sabido como gritar tanto tiempo.
Sin duda alguna sigo aprendiendo, un diagnostico no debía cambiarnos la existencia, sin embargo esto ocurre constantemente por el estigma y el miedo, de la falta de información que implica aún el tema sobre el VIH, además, con las políticas de sanidad publica y privada (en algunos casos) son tan indiferentes, las farmacéuticas que han encontrado un gran negocio ante los antiretrovirales con altos costos, no cabe duda que a veces por circunstancias diversas uno se ve acomplejado para tomar decisiones y se bloquea para continua sin sentir que la vida se nos va.. Saludos querido!
Me gustaría contactar con alguien de la condición vih estoy recientemente diagnosticado vih. Y realmente no se por donde empezar tengo miedo si usar retoviral he leído casos que han empeorado el uso retroviral. No se como vivir con vih me diagnosticaron hace días 3/3/2017
Gracias, de verdad gracias, siempre hemos vivido la paradójica historia donde los médicos nos dicen que «seguimos siendo seres normales y completos» pero son muchos de ellos los primeros en tratarnos como «seres extraños, incapaces, peligrosos, tóxicos!». Nos toca a cada quien reivindicar nuestros derechos y tomar nuestro lugar de SERES HUMANOS AUTÉNTICOS, maravillosos, capaces y VALIENTES….
LUEGO de mi diagnóstico hacen 2 años, me he dedicado a amarme más que nunca, a multiplicarme el valor que muchos me han restADO y a comprometerme a serme FIEL a mi mismo.
DIOS ES CON NOSOTROS AMADOS (los que creeis en Dios) aún así hace falta que primero te ames.
Gracias Miguel Caballero, por tu gran trabajo, que considero MEJOR que el de cualquier médico infectólogo que se dedica a cegarnos en vez de dejarnos ver.
Desde Venezuela te envío un gran abrzazo, soy Isaias Medina (21 años) diagnosticado a los 19, y decidido a vivir en vez de «apenas existir»
Excelente artículo, gracias por compartir. En mi situación actual me viene como anillo al dedo. Abrazos.
Gracias, Fredd. Qué bueno que te sirva. Un fuerte abrazo.