El coronavirus y otras amenazas sanitarias pueden derrotarse, pero la solidaridad, tan poco de moda, debe enfrentarse a un virus igual de peligroso: la mezcla de miedo y racismo.
La amenaza del coronavirus es REAL en todo el planeta. Millones de personas confinadas, en cuarentena, miles de casos de contagio y con ello las cifras de muertes aumentan cada día. La Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró una emergencia global de salud y la comunidad científica ya no discute sobre si es una pandemia.
Pero esta emergencia sanitaria ha revelado un aspecto igual de tóxico que se manifiesta y propaga con cualquier tipo de tragedia: el racismo, la convicción de que todo lo que no sea blanco y occidental origina los males del planeta.
En los primeros días del brote, el vídeo de una mujer que come una sopa de murciélago corrió como la pólvora en internet y desató una reacción xenófoba que vio allí el inicio de la enfermedad. De forma contraria, las redes sociales son espacio de resistencia, con etiquetas como #JeNeSuisPasUnVirus o #YoNoSoyUnVirus y protestas antirracistas, pero también pueden ser el lubricante perfecto para los bulos tanto en países de Asia, como en Occidente, donde el racismo se extiende a toda persona que pueda relacionarse con Asia.
Las ideologías racistas explotan el miedo: ninguno tan antiguo como el biológico. En el rastreo del origen de una epidemia hay un deber científico, pero cuando desde el sofá lo asumimos como un deber ciudadano y buscamos la semilla de la tragedia, el principio de todo, empiezan el morbo y la cacería cultural. En el imaginario colectivo racista, el coronavirus se sincroniza con los hábitos alimenticios y costumbres de higiene en China, igual que el ébola que devasto África Occidental entre 2014 y 2016 se interpreta como un origen mágico de la pobreza y de las tradiciones africanas.
Para los países fuera de Occidente, hay condenas míticas: castigos a civilizaciones enteras, a culturas que han pecado, a personas que están fuera de lo normativo. Lo normativo suele ser, claro, lo occidental.
Las epidemias no son solo casos de infectados y muertos, tratamientos y vacunas: son comunidades rotas por el estigma, sistemas de salud desbordados y la comprobación, bochornosa en el caso del ébola, de que los países ricos preferían que estuvieran allí aislados ( si el virus no llega aquí, no existe), a la eficiencia de la cooperación.
Todos tenemos una misión moral: hacer nuestro trabajo de forma desinteresada y llamar a las autoridades a la acción. Las epidemias plantean un dilema: ayudar al otro (que mañana podría ser yo) o construir un muro. Los virus, tan modernos y tan antiguos, penetran de forma indiscriminada en nuestros organismos, sin atender a género, origen o clase social. Nos recuerdan que estamos conectados, que el egoísmo y el prejuicio son una condena y que la solidaridad es un antídoto necesario.
Por eso el coronavirus importa. En la era de la mentira viral, la polarización y la fragilidad de las razones argumentadas, es necesario derribar muros reales, como el racismo, y simbólicos, como la ilusión de que aislarse es la única vía hacia la salvación.
Como ciudadanos que somos, todes hemos visto por televisión la construcción de muros físicos e ideológicos contra personas que huyen: el mar y el desprecio europeo en el Mediterráneo, la violencia en tránsito de los centroamericanos que cruzan México para intentar llegar a Estados Unidos, los subsaharianos deportados de forma masiva en Argelia. Personas a menudo usadas como arma política de regímenes autoritarios de medio mundo, de grandes potencias y de países ricos. El racismo hace tiempo que gana la guerra cultural a la solidaridad.
La lucha contra las epidemias exige sistemas de salud públicos fuertes y una acción internacional menos hipnotizada por los miedos antiguos y más guiada por la colaboración política y la razón científica. Eliminar una epidemia requiere un pacto solidario global, cada une con nosotres mismes y con el resto de las personas que viven en nuestro hermoso planeta.
Referencias extraídas de Agus Morales (The New York Times)
Teresa Navazo, trabajadora social