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El cuerpo inmaculado

No follo en USA. La ley de aquel país, que también es el mío, se ha instalado en mi frente, y cada vez que he conocido a alguien en el sopor de las discotecas y me lo que querido llevar a casa, la ley, repentina, apretaba mis sienes: tienes que decírselo. La ley obliga a revelar (disclose—descerrar; abrir, mostar) tu seroestatus positivo aunque el virus sea intransmisible. Casi nunca me han dicho un sí abundante tras la revelación. O he quedado congelado de la disculpa que me dieron para no follar en medio del frío infernal de Chicago, o practicamos un sexo enrarecido en el que el amante ponía todo tipo de límites al intercambio, o el encuentro se pospuso para un futuro impreciso que de momento no ha llegado.

 

En España este rechazo no me ocurre, o quizás sí pero de forma más sutil. La ley no obliga a compartir tu parte médico con los amantes, lo que elimina la obligatoriedad de una revelación judicial instantes antes de quitarte la ropa. La marca verbal es, por tanto, voluntaria. Yo a veces lo digo, y las más veces no lo digo; casi siempre terminan sabiéndolo. La semana pasada Bartolomé Limón nos habló, entre otras cosas, de cómo se intentó marcar el cuerpo de los seropositivos a través de tatuajes para que el resto de la sociedad se previniera de nosotros. Claro que cuanto más progresaba la infección no tratada, menos necesario era el tatuaje, pues la indefensión que va construyendo el sida, o la agresividad de los primeros tratamientos, hacía que la marca brotara sola: un archipiélago de sarcomas, una cordillera de lipodistrofias. En EEUU, por desgracia y por odio, la ley se asegura de que, si no hay marca física visible, al menos la haya verbal: “Tengo VIH. ¿Aún quieres acostarte conmigo?”

 

[Probad a hacer esta pregunta a vuestros amantes. Garantiza el distanciamiento social en un alto número de casos]

 

A veces pienso que si recibo una reacción distinta en Estados Unidos de la que recibo en España no es sólo por la ley, sino también por el acento. Mi extranjería en Estados Unidos me hace perder credibilidad; en España, puede que el dejecillo gringo que a veces me sale (de gringo caribeño, más bien) hasta me confiera cierta autoridad—este chico es un maricón de mundo. El acento es también una marca, un rastro, una herida, que generalmente revela el origen, pero para quienes tenemos orejas de esponja y hablamos un gazpacho dialectal, el acento desorienta más que revela. Ése ha sido mi caso, pues hasta hace poco que no conseguí reconstruirme un acento andaluz más o menos creíble y cercano a mi original, me preguntaban que si era canario, que si venezolano, que si cubano.

 

Hoy día, la mayoría de los seropositivos diagnosticados en los últimos años y con medicamentos efectivos a la mano tenemos cuerpos inmaculados en apariencia, sin señales visibles del virus. Obviamente no todos, algunos sí han desarrollado marcas de distinto tipo, y con ellxs estaremos en otros textos. Pero éste va de cómo vivir la seropositividad sin marcas visibles, cómo habitar una de las pandemias más estigmatizadas de la historia con la posibilidad de ocultarlo.

 

Paradójicamente, a mí esta invisibilidad se me ha traducido en verborragia seropositiva: no puedo contenerme la necesidad de compartir mi seroestatus a todo el mundo. Mi familia, mis amigos, mis colegas, mis estudiantes… todos lo saben. ¡Este blog! Menos algunos de mis amantes, al menos de primeras, que no me gusta sacar el parte médico cuando estoy a punto de follar. No obstante, aprender la libertad de no decir fue complicado. Hubo un tiempo que callarlo me torturaba porque todos sabemos que la ley nos la tragamos y nos acompaña al dormitorio, nos mira desde lo alto del armario mientras hacemos el amor. No importa que tú sepas que el riesgo no eres tú, sino la ley obsoleta y meapilas. Ella sigue mirando, juzgando tus gemidos, tomando nota de tu silencio.

 

Yo tengo dos manos como dos lijas, pero el resto de mi cuerpo es suave y uniforme como la arena fresca. No obstante, el odio busca y siempre encuentra su marca. Tengo una verruga minúscula en el interior del ombligo. Hay que acercarse mucho para verla y aun así cuesta. Yo crecí nadando y compitiendo y el bullying en la natación me lo hicieron por esa verruga ínfima. Un imbécil, otro niño como yo, tendríamos 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13 años, me metía el dedo en el ombligo para señalarme la marca de mi vergüenza: “Es un guarro, tiene basura en el ombligo”, le decía a los demás. Cuando nadie lo veía, buscaba el contacto físico conmigo, entre el acoso y el morbo. Me cerraba el paso en los vestuarios, desnudos. Me daba palmadas agresivas en los pies cuando nadaba tras de mí. Al acabar los entrenamientos y mientras esperábamos el autobús, todo el equipo se juntaba para jugar con una pelota hecha con el papel de plata de los bocadillos; él siempre me tiraba la bola a matar. No sé qué habrá sido de su vida; no me importa.

 

Hace años, en Princeton, asistí a una estupenda conferencia del profesor y escritor argentino Daniel Link que se titulaba lo opuesto a este texto: “El cuerpo marcado”. Él hacía un repaso por las marcas que habían configurado la anatomía masculina, desde las de la enfermedad a las del gimnasio. Este texto es un poco su contraparte, aborda las no-marcas, que son siempre marcas minúsculas, o marcas no visibles, pero que están, de las más vulgares a las otras.

 

Y sí, yo también quiero hablar de gimnasios (perdón el plagio, Daniel), porque fui feliz el día que me deshice de los abdominales cuadraditos. Coño, la única manera de mantenerlos era morirme de hambre y a mí pasar hambre me parece mucho peor que pasar desapercibido. Hace poco llegué a tener una plancha de gofres por estómago, pero me sentía  débil, pálido, agotado. ¡Al carajo los abdominales! Ahora peso diez kilos más, ya no tengo el estómago marcado, estoy macizo. Como todos los que vamos al gimnasio con asiduidad para muscularnos, desarrollé algún grado de vigorexia. Yo veía que la báscula subía pero me seguía sintiendo pequeño. Hasta que una amiga me fotografió en la playa y no di crédito, pues no me identificaba con ese cuerpo ancho y rudo de las fotos. Me gustaba: más sólido, menos definido. Me engancho a cuerpos de todo tipo, pero el mío lo quiero grande y duro. Los músculos que había que marcar han cambiado por modas. Que mi memoria marica recuerde, al principio casi nadie iba al gimnasio, y cuando empezaron a ir, todos querían abdominales. Luego fue el culo; el maricón babea por dos glúteos como dos trinquetes, tanto si le gusta ponerlo como recibirlo. Quizás porque es poco común. Ahora lo que se lleva es un paquetón, y para eso no hay máquinas de entrenamiento pero sí photoshop. Instagram está lleno de vaqueros ajustados con bultos imposibles como un cesto de naranjas, bañadores que marcan glande, y calzoncillos Abanderado para hacer ver que se carga a izquierda o a derecha. Y es que uno va al gimnasio para poder mostrar munición, como el que va al frente. Es una cuestión de poder, y, por tanto, una manifestación de vulnerabilidad: por estar, por ser visible, por ser deseado. Por llenar la ropa y la calle. Llenar la ropa me hace sentir poderoso. Es una mierda, pero me gusta, pero es una mierda, pero me encanta.

 

Tengo dos tetas como dos planetas

 

Como llevo toda mi edad adulta lejos y en una continua despedida, recuerdo que los cuerpos de los hombres que amé se me quedaban marcados en la piel. Literalmente, podía sentir su rastro sobre mis miembros. Por eso, la mejor forma que tengo hoy para recordarlos es cerrar los ojos. Puedo volver a sentir en mis dedos la textura melocotón de una piel extranjera y que fue mía. La de otro al que abrazaba fuerte en la cama, y al separarnos me llevaba su tacto impregnado en el antebrazo—esa sensación me duraba varias semanas desde mi partida a EEUU, su torso en mi antebrazo, mi antebrazo como una sábana santa.  Hubo otras marcas, profundas y bellas, cicatrices, curvas, de otros hombres, que se desvanecieron cuando aún no tuve tiempo de hacerlas del todo mías. Supongo que se terminarán diluyendo, pero cuesta desprenderse de ellas. Ni siquiera sé si puedo, o si quiero.

 

“Tú con tu cuerpo tan normativo fijo que se te da bien la sauna”, me dijo un amigo hace poco. Y sí, a veces sí. Pero también he rabiado en la sauna, tanto porque buscaba a quién nunca encontraría allí, como por el espectáculo racista en que se convierte Steamworks en Chicago. “Los negros tienen más ITS”, me dijo un blanco una vez a mí. ¡A mí! Él me vería “limpio” por blanco. El VIH me quita normatividad, quizás por eso mi pulsión de decirlo. Pero marcas siempre hemos tenido, porque marcar es fácil.

 

En realidad, el VIH sí nos sigue marcando hoy, aunque no se vea. La huella sale en nuestras rutinarias consultas médicas. Hay marca en nuestros órganos inflamados por el efecto antirretroviral, en nuestros riñones haciendo horas extra, en las estadísticas que dicen que cualquier dolencia se complica por portar el virus, y en la rebeldía de olvidarnos de toda esta mierda porque recordarlo continuamente lo complica todo por dos. Los que celebran que ahora la infección sea crónica y no necesariamente mortal hacen un doble juego con estas marcas. Por un lado, nos piden olvidarlas porque lo crónico es un gran triunfo, prácticamente el definitivo, lo disfrazan de cura y no pidas más. Por otro lado, nos las recuerdan constantemente para mantenernos alerta, agradecidos, vulnerables, expectantes. Por eso urge hacer algo con nuestra invisibilidad.

 

(fb: Miguel Caballero; ig: ercaba_)

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